miércoles, 28 de febrero de 2018

Capítulo 2 || La Melancolía de Vancouver.

Después de una horita de viaje, tráfico y mucha nieve, la casa de los Carranza asomaba de entre muchas otras.
Vista desde afuera, la casa lucía de dos pisos; por fuera tenía rejas negras, un mini-parquecito por delante cubierto de nieve y un gran ventanal junto a la puerta. Al lado de la reja, había una puerta que parecía ser de un garaje cubierto… En la misma, había otra puerta que era individual, de modo que se podía entrar también por allí a la casa.
Bajaron las valijas y pagaron al taxista, se acercaron a la reja que Julián abrió con la llave y juntos pasaron.
     Escuchame Alan, tené sumo cuidado con…—de un momento a otro, Julián solo pudo ver el oscuro pelo de Alan descender bruscamente hacia el suelo, y posteriormente oírlo maldecir. El pobre había resbalado con la nieve. —…La nieve del piso.
     ¿No me lo podrías haber dicho antes eso? —Se estiró para agarrar la mano que le ofrecía su amigo y se paró.
Escoltado por el recién llegado, Julián abrió la puerta.
Un suave olor a chocolate caliente inundó las fosas nasales de los jóvenes, envolviéndolos sobrecogedoramente y recordándoles a su niñez, cuando ambos en invierno tomaban la leche con vainillas en la casa de cualquiera de los dos.
Dejaron entonces las valijas a un lado de la puerta y Alan admiró el entorno mientras la silueta delgada y alta de Julián se iba adentrando a la sala. El vestíbulo era no muy grande, contaba con piso de madera y empapelado celeste. A un lado de la puerta, opuesto a donde estaban las valijas, se encontraba un perchero de pie, también de madera, pero rústico de donde pendía un abrigo, y justo pegado al perchero había un paragüero con algunos paraguas secos.
A unos pasos de la puerta y a la izquierda del pequeño vestíbulo, estaba la escalera que llevaba al segundo piso, contaba con barandales blancos y escalones marrón oscuro.
El ambiente estaba cálido gracias a la calefacción encendida, muy cálido. Su nariz aún estaba helada y roja, pero poco a poco empezaba a tomar calor y volver a su color natural.
El leve murmullo de Julián saludando a Marta, su mamá, lo atrajo hacia el living.
Marta, una mujer de 50 años de cabello oscuro como el de Julián pero con algunas canas cruzando su cabello, se casó con Juan, el papá de Julián y Anabella, cuando tenía 20 años. La familia residía en Córdoba, Argentina hasta que a Juan le salió un trabajo mejor en Vancouver, donde se mudaron hace ya algunos años.
El living era sobrecogedor, y estaba separado del pasillo que conduce al gran comedor de los Carranza por una pequeña escalinata, que al bajarla ya te encuentras en la habitación de los sillones. Contaba con sillones color blanco de cuerina enfrentados junto a una chimenea ardiente y una mesita de café completamente de vidrio. Sobre la mesita de café, había una maceta con una planta preciosa y super verde, llamada Potus, la cual sobrevivía al frío gracias a la calidez que brindaba la chimenea.
Atrás de uno de los sillones, había un mueble de roble que llegaba hasta la mitad de la pared, tenía tres cajones en la parte superior y puertas en la inferior. Sobre el mueble de roble, había una pequeña mantilla blanca que encima tenía varios portarretratos, fotos de los Carranza todos juntos, de los hijos cuando eran chicos y sus graduaciones.
Las paredes eran blancas y el piso de la misma madera del vestíbulo, y del techo colgaba una gran lámpara “araña” con varios cristales colgando de ella.
Quiso acercarse a ver los portarretratos, a ver cómo lucía ella, pero la mamá de su amigo y su amigo interrumpieron sus planes.
          —     Hola Juli, ¿Cómo estás, cielo? Vení, sentate que te hago un tecito. —escuchó a Marta hablar con la dulzura maternal que la caracterizaba.
          —     Hola ma. Sí, pero antes de eso, te tengo una sorpresa.
          —     Ay, Julián. No empecemos con cosas raras.
          —      ¿Qué cosas? Si no sabés lo que te voy a mostrar. Vení. —invitó a Alan a pasar. —Mirá a quién te traje.
Alan respondió a la invitación y se adentró en el comedor con algo de pena, ¿Sabría doña Marta lo que había sucedido entre Anabella y él?
La cara de Marta se iluminó y sonrió ampliamente.
     ¡Alancito! ¡Alancito Rodríguez! ¡Cuánto tiempo sin verte, hijo! ¿Cómo estás? ¿Qué te trae por acá? —hablaba efusivamente Marta, mientras abrazaba al muchacho. La mente de Marta repasaba recuerdos del muchachito bajo de ojos marrones que jugaba con sus dos hijos en el pueblito de Córdoba.
     Ay nene, estás todo mojado, ¿Qué te pasó?
      El boludo se cayó con la nieve de la entrada. —comentó riéndose Julián.
      Julián, no te le rías, llevá las valijas arriba así se puede cambiar mientras yo les preparo algo caliente para que tomen. Deben de tener frío.
      Sí, la verdad que sí. Estoy muerto de frío, nada que ver el clima de acá con los fríos de Córdoba. —comentó Alan mientras observaba la estructura del gran comedor. Amplia y separada de la cocina por una media-pared que a la vez servía de barra, pues tenía unos taburetes delante. A unos metros de la cocina, se encontraba una mesa larga con muchas sillas. Supuso que quizá tendrían muchos invitados por el trabajo de Don Juan. ¿Cuál sería la silla de Anabella?
El grito de Julián llamándolo lo sacó de sus pensamientos y decidió subir las escaleras para cambiarse, tenía frío y la ropa húmeda no ayudaría demasiado a que entre en calor. Al subir, se encontró con un largo pasillo con varias puertas. No parecía haber rastro de la chica de cabello castaño claro y ojos color miel.
         —     Dale Alan, ¿qué esperás?
Siguió a Julián hasta una puerta abierta, y se metió en la habitación. Dentro había una cama matrimonial con un gran acolchado blanco. Las paredes eran de color amarillo, contaban con dos ventanas blancas que daban hacia el patio trasero de la casa y un gran armario que parecía estar incorporado a la pared con puertas corredizas de color blanco.
         
     ¿Vos dormís acá?

     Nah, yo tengo mi pieza. Este es el cuarto de invitados, de ahora en más tu cuarto. —Respondió Julián mientras dejaba las valijas en el piso. —Cambiate dale, que mi mamá te espera para interrogarte sobre la situación general de Córdoba. —dijo entre risas.
Julián desapareció detrás de la puerta y él empezó a cambiarse, al sacarse los zapatos, descubrió que misteriosamente, el piso no estaba frío, sino cálido. Pensó que quizá contarían con calefacción central.
Rápidamente se desvistió y se puso ropa seca, una vez hecho esto, bajó hacia el vestíbulo y de ahí al gran comedor, donde los esperaban su amigo y su mamá, sentados junto a tres tazas de chocolate caliente.
Juntos hablaron durante horas, interrumpidos algunas veces por Marta que iba y venía de la cocina porque vigilaba que no se le quemara la comida.
Hablaban de la situación social del pueblito, de anécdotas, de recuerdos.
—Hay algo que jamás voy a olvidar, ni aunque tenga mi último aliento en la boca. Recuerdo esa vez… —rememoró la señora. — Que era Carnaval, todos en el pueblo se estaban tirando con bombuchas de agua, bailaban, cantaban, disfrutaban, y en eso veo que Anabella te estampa un besazo en la boca y vos, Alan, no supiste ni qué decir. ¡Cómo lloraba mi Anabellita! Pensaba que no la querías.
Alan empezó a sonreírse al recordar ese momento, una sonrisa melancólica, que recordaba aquel beso, sus primeros besos, a la edad de 14 años.
De pronto se escucha que la puerta se abre, y el corazón de Alan Rodríguez salta ante la posibilidad de que la menor de los Carranza haya llegado a casa, pero una voz masculina lo baja de la nube de golpe. Era Don Juan.
Cuando el señor Carranza entró en el comedor, la sorpresa fue enorme, y saludó a Alan con la misma efusividad que la señora Marta. Después de muchos saludos y nuevas preguntas sobre Córdoba, Juan hizo la pregunta que Alan no se animaba a hacer.
     ¿Y Ana? ¿Llamó? ¿Saben algo de ella?
     No… Lo último que supe de ella es que estaba embarcándose para volver para acá. Va a llegar muerta pobrecita.
¿Embarcarse? ¿A dónde habría ido? ¿Con quién? Esta última pregunta sólo consiguió ponerlo celoso.
     Ay este trabajo de ella. —suspiró Marta.
     Bueno, al menos le pagan bien, ¿no te parece, Martita?
     Si bueno, sino capaz que ya lo hubiese dejado. Vamos a comer.
Marta sirvió la comida y fue dejando los platos en la mesa. Almorzaron y, al terminar, tomaron café mientras conversaban de diversos temas.
La tarde transcurrió normal. Afuera hacía mucho frío, los grandes amigos estaban en la habitación de Julián jugando videojuegos.
En un momento, Alan decidió bajar por chocolate caliente escoltado por Julián.
Entonces, sonó el timbre.
     ¿Quién será? … Andá yendo, yo abro la puerta.
Alan se fue para la cocina pero pudo oír ruido de celofán y una voz gruesa pero no tanto hablar en inglés y mencionar a Anabella. A su Anabella. Julián responde también en inglés y acto seguido, cierra la puerta para después entrar en la cocina como si nada.
“No, un tipo que andaba vendiendo unas cosas.” Fue la explicación de Julián.

     ¿Y por qué mencionó a Anabella? —La pregunta congeló a ambos, ninguno la había mencionado hasta ese momento en concreto.
     Vos viste cómo es mi hermana. Cualquiera que vende algo bajo este frío polar, ella le compra por piedad. Andá yendo que yo voy al baño y subo de nuevo.
La conversación cesó ahí y Alan fue directo al segundo piso, más precisamente al cuarto del hijo mayor de los Carranza, y ni bien Julián comprobó que nadie lo veía, sacó un flamante y enorme ramo de rosas rojas de atrás de uno de los sillones del living. ¿Qué haría con eso? Demonios. De pronto, se le ocurrió.
Llenó un gran jarrón con agua, puso las flores dentro y subió sigilosamente hasta el segundo piso para después adentrarse en el cuarto de su hermana y dejarlo sobre su escritorio. Salió del cuarto suspirando aliviado. Posteriormente fue al cuarto de nuevo donde pasaron toda la tarde hasta la cena.



Estaban todos sentados cenando cuando de pronto, la puerta se abre y se oye un taconeo en el piso de madera del vestíbulo.
Anabella había llegado a casa.
Marta corre contentísima a recibir a su hija, le recibió el saco totalmente húmedo por la nieve y cruzó algunas palabras.
Alan, interesado en la situación, se estiró disimuladamente para ver si podía verla a ella, a su Anita, pero la mamá de la chica reapareció en el comedor mientras escuchaba nuevamente el taconeo pero esta vez subiendo la escalera.
     Llegó fusilada pobre. Pidió que la disculpemos y se fue directo a dormir.
     También, un viaje de negocios de dos semanas no es poca cosa. ¿Mañana tiene el día libre? —preguntó Juan.
     No, el día solo no. La semana entera le dieron libre. —respondió doña Marta.
     Menos mal, tiene que reponerse.
La cena transcurrió normal. Alan ayudó a Marta a levantar los platos de la mesa, a dejar todo acomodado para el día siguiente y se retiraron todos a su cuarto. Alan, así como doña Marta, fueron los últimos en acostarse. Cuando él subió a su recámara, descubrió que el cuarto suyo estaba pegado al de Anabella. Curioso.
Al pasar por delante de la puerta, oyó un murmullo, como si hablara con alguien, podía escucharla reírse.

Se sintió intrigado a espiar pero oyó venir a la señora Marta y tuvo que retirarse a su cuarto de inmediato, donde se cambió y se acostó, apreciando el calor de una cama mullida y cómoda como esa, mientras se preguntaba con quién estaría hablando la chica al otro lado de los muros.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario